Ya lo había sentido antes, con cuarenta años era plenamente consciente de su cuerpo y por ello se sorprendió cuando la boca se le llenó de una caliza seca sin rastro de humedad. Blancura imposible de mirar en un día soleado de lo puro de su color. Recordó la primera vez que entró a la sala de máquinas del buque petrolero cargado de gasolina con rumbo a Savanah porque el golpeteo de su corazón era rítmico, sostenido e imparable como el motor de aquel gigante de cuarenta mil toneladas.
Cuando pudo dominar parte de su cerebro y girar la mirada hacia la evasiva dirección deseada sintió como si la cabeza y la tierra giraran en torno a si misma y alrededor del sol y sus ganas y resto del cuerpo en la dirección contraria. Todo el peso de su cuerpo lo sintió arriba, perdió la conexión que le mantenía en control de su vida, sosegada, tranquila, dominante de sí mismo y todo aquello bajo sus pies. El peso de una columna de cemento de cuarenta pisos dependía de que mantuviera su mirada lejos de donde su corazón batiente frenético le ordenaba, fallaban las fuerzas.
Cerró los ojos un instante que duró lo justo para sentir como las rodillas eran tiradas por cuatro manos cada una hacia abajo en un afán de doblegar su espíritu adulto. Recordó cuando era un adolescente y acudía al encuentro de su primer sobresalto de corazón y caminaba persiguiendo su corazón que pretendía estallar y salirse de su pecho para llegar al lugar soñado más pronto de lo que la naturaleza permitía. Pensó en quitarle el pasador al portón que cerraba el paso a los cuatrocientos latidos por minutos que como toros desesperados por la sabana querían salirse por la boca, por la nariz y por todo aquello donde hubiere resistencia a lo que acababa de ver.
Aferrado con los brazos sobre su cabeza al poste de la plaza apretó las manos firmemente hasta que sintió como calentaba el hierro al punto de fundición; sus manos se derretían junto con el metal pero aún así la negativa a seguir los designios del corazón eran mayores a cualquier ardor por muy cercano al calor del sol que estuviera. De ese tamaño era su decepción.
Desde aquella tarde donde no encontró respuesta a sus preguntas, explicaciones a sus dudas, confirmación de sus certezas; decidió pasar lo que le restaba de vida solo, dedicado a sentir el vapor del asfalto luego de una lluvia de mediodía, a captar el viento incesante de la orilla del mar, a dejar que el frío de la madrugada colara por su piel y llegara impune a sus huesos para así declarar que estaba vivo a pesar del silencio de quien fue la Emperatriz de todo aquello que le diera sentido a las 24 horas de sus días.
Quizas por esa veta autodestructiva y optimista que todo humano lleva adentro consiguió mojar la caliza blanca de la boca, controlar el golpeteo mecánico incansable del corazón, entregarse a voltear a la dirección anhelada por sus ojos y dejar a un lado la columna de cemento de cuarenta pisos ademas de soltar el acero fundido del poste y mirar aquellos labios redondos, hinchados de carmín, esos ojos con pestañas como palmeras que encerraban rítmicamente unos ojos negros como la profundidad de una cueva, esos hombros ampulosos que bajaban al escote explosivo y seguian el vestido batido por el viento. Se rindió. Entregado alcanzó a esbozar una sonrisa que deseó sincera como todas sus sensaciones